EL IV CONGRESO Internacional de Psicología fue todo un éxito gracias a la tesonera labor de su Comité Organizador y de Carlos Riesen, cuyo nombre ha estado ligado en el pasado reciente a las actividades de la Fundación Pride, y que actualmente preside la Asociación Panameña de Psicología. Un elenco variado de profesionales nacionales y extranjeros se dio cita del 17 al 19 de noviembre con el objeto de discutir los aspectos psicosociales de la violencia, las "bandas" juveniles y su impacto en la sociedad.
Tuve la oportunidad de escuchar a Richard Herrera, un joven detective de la PTJ, que presentó un trabajo interesante sobre la historia de las pandillas en Panamá, que estimo se encuentra en una etapa inicial y que culminará en una investigación valiosa cuando la actitud metódica del pesquisidor venza la tentación por la prédica moralista. Se ganará mucho cuando se entienda cómo surgieron las pandillas que hoy tenemos, cuáles son sus actividades, cómo se las investiga y con qué obstáculos se encuentran los agentes de la ley para llevar a sus miembros ante los tribunales de justicia, pues generalmente son mayores de edad. Herrera aportó un prometedor comienzo en este tipo de análisis.
También escuché a Alfredo Arango, que hizo una exploración de la incidencia del reggae en la formación de estos grupos. En una brillante intervención el reputado psicólogo ilustró a la audiencia sobre los distintos tipos de reggae, o "rap", su evolución en los últimos años y sus principales expositores. La conclusión es que hay un tipo de reggae que aborda las condiciones de vida en los barrios y toca necesariamente temas relativos a la violencia en la que viven los jóvenes.
Lamentablemente, en algunos casos la narración descarnada se transmuta en apología peligrosa. La intervención de Arango fue un recordatorio muy ilustrativo de que la violencia y el dolor se unen de formas inextricables y de que la vida de los pandilleros, cuyos atisbos nos obsequia el reggae, es un mundo extraordinariamente complejo.
No alcancé a escuchar a Gilberto Toro ni a Marilyn Montanari, de los que siempre aprendo alguna cosa. Tampoco presencié la intervención de Geraldine Emiliani, que habló sobre pornografía (o más bien contra ella), ni la de Glenroy James Grant, que es uno de los profesionales que ha trabajado con los pandilleros en Colón y que puede dar testimonio de primera mano sobre los frutos de los programas de resocialización bien llevados.
Probablemente, hubo otra docena y media de momentos estelares en el Congreso, a los que no pude asistir. Pero no puedo dejar de comentar lo que consideró fue lo mejor y lo peor del evento.
En un panel de periodistas, hubo una intervención que consistió en un seudorrelato de una visita a un cuartel de las maras en San Pedro Sula. Las entrevistas a un par de sujetos con pasamontañas privilegiaron los elementos frívolos y anecdóticos, lo cual hizo patente la incapacidad de manejar información de modo profesional.
Conocidos vicios del periodismo se hicieron presente: la falta de contexto, la supremacía de la grabadora, el gusto por el simplismo y la ausencia total de otras referencias que enriquezcan las declaraciones reproducidas. Pero lo que me sorprendió, en realidad, fue la falta de luces en el plano de la ética periodística, pues la reportera en cuestión caracterizó de forma positiva al sanguinario jefe de la mara hondureña.
Convencida de que la raíz del mal es "la falta de afecto", destacó la inteligencia del "marero" y dejó entrever una equívoca atracción hacia el sujeto (pues dijo que siempre recordará "esos ojos"). Publicada su foto y recibidos los elogios correspondientes, el líder de la "Mara 18" sentirá que ha alcanzado sus metas y se verá impulsado a continuar la vida del crimen que le ha obsequiado estas satisfacciones públicas. No es de extrañar que haya pandilleros panameños que aspiren a este mismo destaque y estén dispuestos a mostrarse tan bestiales como sus exitosos colegas centroamericanos a fin de lograr un reconocimiento similar.
No sé si los medios en Panamá tienen claro que no se puede jugar siquiera con la idea de hacer de estos seres enfermos protagonistas del acontecer social. Un mandato ético mínimo tiene que ser "cero publicidad" y "cero protagonismo" a los pandilleros autores de crímenes violentos, porque es a través de la difusión de su imagen y de sus "hazañas" en medios masivos de comunicación que estos sujetos se sienten impulsados a aumentar la cuenta de sus fechorías.
Prefiero pensar que aquella intervención fue un exabrupto y que no representa la política editorial del medio en que labora. La intervención de Flor Cogley, periodista de el Panamá América, fue un alivio en este sentido.
Lo mejor fue Monseñor Emiliani, quien denunció los verdaderos males de esta sociedad, que son el capitalismo salvaje y el neoliberalismo insensible. Lo crucial de su intervención fue la insistencia en que en Panamá, no tenemos los mismos problemas que tienen Honduras y El Salvador, y que las autoridades deben dirigir su atención al problema real que aqueja a esta sociedad con métodos no violentos.
Esto es particularmente importante, porque pude percibir una tendencia general a sobredimensionar el papel de la familia y a callar sobre el retiro del Estado. Cuando las escuelas no hacen un esfuerzo efectivo por retener a los chicos en las aulas, o no se presta asistencia a las familias, ni la debida vigilancia y seguridad a las comunidades, se producen efectos desastrosos en una sociedad con enormes niveles de disparidad y en la que una soterrada discriminación agrava las dificultades en la generación de empleos y en la apertura de oportunidades para los jóvenes que intentan cruzar la barrera de la marginalidad.
El fenómeno de las pandillas no es comprensible si no se abordan las muchas formas en que el Estado ha abandonado a la población y ha incumplido sus deberes.
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El Panamá América, Martes 23 de noviembre de 2004
- jorgian29
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